Hola a tod@s.
Hoy
os traigo un relato que he escrito para un ejercicio que propuso el grupo
literario Mesa de Escritores en una
de sus reuniones de los viernes. Andaba pelín atrasada con los «deberes» del
taller. Me parece de justicia decir que el noventa por ciento de los cuentos y
micros que he ido colgando en Tierras de Alquimia, pertenecen a esos ejercicios
semanales. Y quiero seguir aportando mi granito de arena a esta tarea que
venimos haciendo desde hace ya... cuatro o cinco años.
La soledad del escritor
Qué
gramour ni qué… A mí las musas me
pillan en chándal y deportivas. Con la cara lavada y el pelo recogido en un
moñete.
Vivo en un cuchitril, justo encima de un
restaurante chino. Escribo en un portátil que está en las últimas, rodeada de
los sonidos y los olores de una casa recién levantada y la peste a rollo de
primavera que expele el restaurante en cuestión, que no cierra los ojos ni
durmiendo. La casa, nada más despertarse, goza de un excelente mal humor.
Gruñe, se queja, le apetece una ducha como a todo hijo de vecino. Pero después
de un eterno soliloquio donde le explico mis dramáticas razones para no hacerle
ni puñetero caso, terminamos entendiéndonos. Rezonga, deja caer un par de
azulejos del baño, y nos ignoramos la una a la otra como un matrimonio bien
avenido.
Y sí, no lo negaré. Mantengo un excelente
diálogo con mis musas. A veces desearía que tuvieran el cuerpo escultural de un
bombero y me ampararan como a Santa Teresa, en éxtasis, con los ojos vueltos
del revés. Pero no. Habrá que conformarse y dar gracias porque no se lancen en
plancha sobre el sofá para ver los deportes o dejen el frigo vacío y sin
cervezas.
Así son las cosas.
Mi portátil y yo hemos visto muchos amaneceres
juntos. El cielo de mi barrio es una prolongación del de Madrid. Muy evocador… Sobre
todo en primavera. En nada que brilla el sol y brotan las flores de los tiestos, se abre la veda del botellón. ¡Temblando estoy! La madrugada es un ir y
venir del chino al descampado que hay detrás de mi bloque. Guitarras, cánticos,
hogueras inmensas donde queman muebles viejos... Vaya, que apenas has cerrado
los ojos suena el despertador. ¿Ya son las siete? Y arrastras tus pies hasta la
ducha bendita a ver si te despejas. Dolor de cabeza, lengua de estropajo… ¿tengo
resaca sin dar un trago? ¿Y dónde está mi pedete
lúcido? Vete a pedir cuentas al maestro armero. Luego dicen de los
fumadores pasivos… Ibuprofeno y chutando. ¡Voy a terminar con el hígado hecho
una breva!
Bueno, pero todavía no es primavera ni verano.
Respiremos hondo. Voy a terminar el capítulo que me trae por la calle de la
amargura. Concentración, mujer, que no se diga.
Y allá voy: dedos en el teclado, voz del
narrador en mi cabeza y… televisión encendida a todo trapo, perro ladrando, teléfono…
¿Lo cojo o no lo cojo?... Vecina que llama a mi puerta… Un tocapelotas… Otro
tocapelotas… Un montón de chinos discutiendo… Radial a todo meter… Martillo
pilón… Bebé que no deja de llorar… Las once; recreo… marabunta de nenes rabiosos
perdidos… una pelotita… un balón… cuatro balones… ¡¡Herodes!! Y para más inri,
las puñeteras de mis musas cantan a coro: «A la lima y al limón, te vas a
quedar soltera…»
¡Esto es la rue
del Percebe!
¡Patricia Highsmith! Yo te invoco. Dime el
nombre de aquel instituto donde podías pedir plaza y te daban cama, tres
comidas diarias y soledad. ¿Dónde está ese instituto? Seguro que se han hecho
con él los chinos para abrir un mercachina.
¿Alguien dijo algo sobre la soledad del
escritor? ¿Qué soledad? ¿Quién es esa?
©
Luisa
Ferro