El polo de limón
La
primera vez que te vi pensé que eras la cosita más preciosa que mis ojos
habían visto jamás. Llevabas un vestidito azul con un ancho lazo de raso y
mangas de farol que dejaba ver tus bracitos perfectos. Tus zapatos eran blancos
y tus medias caladas. Recuerdo que al agacharte a recoger la moneda que se te
cayó, se te vieron las bragas. Un diminuto encaje asomó al dobladillo de tu
falda. Por entonces deberías de tener unos cinco años. También tengo grabado a
fuego tu pelo castaño sujeto en dos trenzas y tus ojos dorados. Nunca he vuelto
a ver ojos como los tuyos. Ni verdes ni castaños; oro líquido brotando de un
rostro bronceado de callejear. Era domingo, y el sol estaba alto en el cielo.
Me dijiste:
—¿Está cerrado, señor? —tu voz era cristal.
Y te miré como se mira el mar cuando se descubre
por primera vez, con la pasión salvaje de un náufrago que ignora que será
devorado por él.
—Lo está, pequeña. Es la
hora de comer —te dije intentando que mi voz
no se quebrara por la emoción—. Pero para ti
está abierto. Ven, entra.
Sonreíste. Tus dientecitos de leche brillaron
blancos, purísimos. No dudaste un segundo y, a un gesto de mi mano, escuché tus
pasos rítmicos acercándose hasta mí. Pero no me mirabas. Tus preciosos ojos se
perdían en el cartel anunciador que tenía clavado en el cerco del kiosco. Se
movían ansiosos a través de las fotografías de los helados. Tu dedito se detuvo
en una de ellas.
—Quiero uno de limón —indicaste, mostrándome la moneda—. ¿Cuánto vale?
—¿Cuánto tienes?
—Un duro.
—¿Solo un duro?
—No tengo nada más —enarcaste las cejas, creo que desalentada.
Me levanté despacio. Tú elevaste el rostro para
seguir mirándome a la espera de un veredicto.
—Ven, acércate —susurré.
Te mordiste el labio nerviosamente. Me agaché a
tu altura.
—Si quieres, podemos
hacer un trato. ¿Cómo te llamas?
—Laura Ortega Vivas… —dijiste de carrerilla, acunándote como si tu
nombre fuese la letra de una canción infantil.
—Llevas un vestido muy
bonito, Laura.
—Me lo ha hecho mi
abuelita.
Y toqué su trama suave con un hormigueo en mis
dedos. Un escalofrío me recorrió la espalda. Abrí la cámara frigorífica y saqué
el polo de limón. Te lo enseñé y me senté de nuevo en la banqueta. Luego le
quité el papel y te lo ofrecí.
—Ven aquí, Laura.
Obedeciste echándote el pelo hacia atrás.
Parecías una pequeña helena.
—Toma. Te lo regalo, pero
con una condición.
Tus ojos se iluminaron y asentiste con fuerza al
tiempo que cogías el helado con gesto rápido.
—Tienes que tomártelo
aquí. No quiero que ningún niño sepa que te lo he dado. Si alguien se enterara,
vendrían a pedirme. Mira —señalé la puerta—, voy a cerrar con pestillo para que no puedan
verte. ¿Te parece bien?
Asentiste de nuevo, mientras tu lengua lamía el
hielo adherido al polo. Luego volví a sentarme en la banqueta y te atraje hacia
mí con delicadeza. No quería que te espantara el tacto áspero de mis manos al
pasar por debajo de tu graciosa falda.
Me recordabas demasiado a mi hija Anita.
Demasiado. Era tan tentador...
© Luisa Ferro