A la memoria de Rafael Cabañas San Antonio, uno de los hombres más buenos y honrados con el que tuve la suerte de toparme. Que allá donde esté le reciban como se merece.
Nada como Madrid. Miles de almas cobijadas bajo el mismo techo de estrellas. Un techo al que llaman cielo. El cielo de Madrid. Aquel que se derrama sobre sus edificios históricos y sus barrios más castizos.
Embajadores despierta a un nuevo día en una atmósfera de pavesa, y despunta en los aleros de escarcha diamantina. Su aroma es el que desgrama la leña y el carbón de coz y su sonido el vocerío de los patios y las largas colas al retrete comunitario. Un aderezo de chiquillos repeinados y mocos colgando, de mujeres baldeando ropa en los lavaderos y la copla que acompaña a la cocinera de la taberna de la esquina. La taberna. Centro neurálgico del barrio. Corazón que late a ritmo de sus habitantes y que junto con el único aparato de radio de la manzana, reúnen a los parroquianos en su núcleo.
Don Pascual y doña Concha, son los que regentan el bar. Ella es la patrona con más arte culinario de la zona. Ya de madrugada, cuando todavía los gorriones no han comenzado con su algarabía y las telarañas de la neblina no se han despegado de los balcones cenicientos, ella irrumpe como el tranvía que recorre la calle Delicias: con sombrero de flores y la cesta cargada de pescados y verduras. Su especialidad; la sangre encebollada, y digo sangre sin especificar si es de cerdo o de cordero, por que le da igual. La prepara con finas y transparentes tajadas de cebolla y un poco de tomate. Fetén, que diría cualquier gato. Y es que, no nos olvidemos que estamos hablando del año cuarenta y seis. En el qué hasta las castañas asadas; saben a jamón de jabugo lentamente horneadas en picón de encina. La señora Concha llena los ojos a los parroquianos con sus raciones de oreja, de callos y pajaritos fritos, todas en hilera sobre un mostrador inmaculado. Pascual, sirve los chatos de vino y te pone una tapa de lo que más rabia le dé en ese momento. Pero lo qué más pide la gente, es la sangre con cebolla. El encargado de traerla es Rafael, el muchacho del quinto exterior izquierda, del cual echan mano tres veces en semana para ayudarles. Él va al matadero; lunes, miércoles y viernes. No queda lejos, en Legazpi. Lleva de cada mano unas latas de pintura vacías y bien lavadas, a la que ha colocado unas cuerdas para poderlas asir. Cuando llega del tranvía con los cubos llenos, los parroquianos siempre le vocean la misma cantinela: ¿Qué, ya vienes del matadero con la sangre del burro del tío Floro, al que arrolló el tren? Y se ríen a conciencia. Rafael les mira y cabecea, luego les contesta: Sí, ya me la han puesto toda, sin dejar ni una gota. Esos días hacen cola en la barra del bar, por que saben que una vez que Concha termine de cocinarla, se acabará en menos que tarda un cura en echar la bendición.
No siempre hay sangre en el matadero. A veces Rafael llega con las manos vacías. Hubo un mes, en el que no consiguió traerla ni un solo día y los vecinos se impacientaban ante tanta mala suerte. Don Román, uno de los traperos más opulentos de la zona, le dijo con los ojillos entrecerrados: ¡Cómo hoy no traigas sangre, ya veremos lo que te hago…! A él le temblaron las rodillas sólo de pensarlo.
Cuando llegó del degolladero no hizo falta preguntarle si la había conseguido. Bastaba con mirar el sudor de su frente y el andar dificultoso, para saber que venía bien cargado. No tardaron en lanzarle aquello de: ¿Ya vienes con la sangre del burro del tío Floro, al que arrolló el tren? Él cabeceó con una sonrisa y no contestó.
Más tarde, mientras discernía los rostros de satisfacción de los clientes al degustar tan ansiado manjar, acudían a su mente las palabras del matarife cuando horas antes estuvo en el matadero: No tenemos sangre, se la ha llevado toda uno de la Plaza de la Cebada, cómo no quieras la del burro que nos acaban de traer para sacrificarlo… y ante la visión del asno, completamente enflaquecido y sarnoso, Rafael dijo: Pórgamela toda, sin dejar ni una gota.
Copyright: Luisa Fernández
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